Reseñado : Claudia Hilb, Silencio, Cuba. La izquierda democrática frente al régimen de la Revolución Cubana, Buenos Aires, Edhasa, 144 p.
¿Sobre la base de qué extraño encantamiento se recuesta el silencio que la izquierda democrática latinoamericana ha pronunciado sobre Cuba? ¿Qué imagen de sociedad cubana, de pueblo cubano, nutre dicho silencio? ¿De dónde emerge el nombre de esa seductora imagen? Y, más aún, ¿qué imagen de revolución es aquella que clausura el habla, y, fundamentalmente, la pluralidad que éste lleva como marca, aún cincuenta años después de los acontecimientos efervescentes de La Habana?
Las miradas sobre la Revolución
En Silencio, Cuba. La izquierda democrática frente al régimen de la Revolución cubana, Claudia Hilb se orienta a desentrañar los resortes de los interrogantes previamente apuntados. Su destinatario es, en principio, la izquierda democrática latinoamericana, aunque sus argumentos discuten también con buena parte de los lugares comunes acerca de la isla, estructurados muchos de ellos sobre una concepción de la política que reifica la capacidad de las voluntades individuales a la hora de aprehender coyunturas. Se sabe: o bien los problemas de Cuba son responsabilidad de una voluntad política que opaca la existencia de una sociedad igualitaria, o bien los cubanos viven sin libertades y presos de los designios de un líder despótico que otrora manipuló a los más desfavorecidos para llegar rápidamente al poder. Desde diferentes pertenencias ideológicas, se dirige la mirada a personalidades, sea para endiosarlas, sea para demonizarlas, desviando la atención de las tramas sociales que sostienen el régimen. Queda bloqueada así la pregunta por su naturaleza intrínseca.
Pero la autora se concentra particularmente en la izquierda democrática latinoamericana, en la “izquierda que [le] interesa” (p. 16). Como lo supone el argumento recién explicitado, para ésta sería posible separar los resultados sociales del régimen –que, como se descubrirá al final del libro, no son tales- del proceso de concentración de poder en la figura de Fidel Castro. Extremando el razonamiento: los excesos de Castro serían una máscara que oculta o empaña una sociedad estructurada sobre la base de igualdades sociales (acceso a la salud, educación, vivienda). Se trataría, entonces, de meros accidentes o de consecuencias no deseadas, producto de las presiones exteriores que han contribuido a degenerar lo que hace algunos años era un paraíso socialista. La hipótesis que Claudia Hilb sostiene y fundamenta consistentemente a lo largo de todo el texto mina justamente estas incómodas elucubraciones, y la ausencia de debate que se deriva de ellas: no pueden disociarse las aspiraciones sociales del régimen de su forma de dominación total. Ambas se encuentran imbricadas desde el inicio y constituyen los pilares del régimen, entendido éste en sentido amplio como el “entramado de instituciones, significaciones, conductas y creencias que ponen en escena una determinada comprensión de lo que una comunidad entiende por legítimo e ilegítimo, por justo e injusto, por adecuado e inadecuado” (p. 18). Es así que el análisis político del libro se orienta, principalmente, sobre la primera década del régimen -1959 a 1970-, mostrando al lector que, desde el vamos, la aspiración a la igualación de condiciones sociales fue acompañada por una no menos fuerte vocación de transformar y moldear la sociedad desde su vértice, haciéndola homogénea y transparente. Como lo subraya la autora retomando los señalamientos de Miguel Abensour sobre el clásico Discurso de la servidumbre voluntaria de Etienne de La Boetie, la pretensión del “Todos Uno” fue endógena al proceso igualitario. [1] ¿Cómo desplegar, entonces, las capas de tan contundente argumento?
La naturaleza del régimen: miedo y dominación total
En el primer capítulo, se muestra de qué manera el núcleo dirigente cubano reformó la sociedad bajo la dinámica igualitaria: redistribución de la tierra, estatización de la salud, la educación y la producción, reducción de los alquileres, provisión de servicios sociales, etc. Se revela cómo se intentó, no sin diferencia de perspectivas –por supuesto, tempranamente silenciadas-, “transformar la relación entre trabajo y remuneración” (p.29), lo cual llevó a desarticular buena parte de los iniciales apoyos al régimen así como a sucesivas crisis de la producción. Por cierto, la condición de posibilidad de todo ello no fue sino el crecimiento de atribuciones del Estado. Y, como lo apunta la autora muy precisamente, el espectacular incremento de poder del Egócrata [2] que lo encarna, es decir, Fidel Castro. En efecto, con el correr de las páginas se advierte el modo en que se estructuró la trama del régimen: estudiantes, trabajadores, intelectuales y el mismo partido se encuadraron detrás de ese Otro que condensó el sentido de la Revolución y clausuró sin ambages toda posibilidad del disenso. En el segundo capítulo, se describen los procesos de movilización y organización de la sociedad en el contexto de la igualación de condiciones y concentración del poder previamente descritas. A través del estudio de los Comités de Defensa de la Revolución, del trabajo voluntario y del trabajo forzado, entre otros dispositivos, se vislumbra la mutación del sentido de las prácticas cotidianas. De un lado, el involucramiento y el compromiso con el fervor revolucionario de los cubanos devino en una conducta conservadora guiada por el conformismo, la aceptación resignada y el miedo; del otro, el núcleo dirigente –esto es, muy prontamente, Fidel Castro- utilizó la participación de manera cada vez más instrumental, descartando todo intento por construir un “hombre nuevo” e incrementando la coacción y, por qué no, la explotación de los individuos (a la par, claro, de la incorporación al molde de la dictadura del Partido soviético). ¿Qué tipo de lazos se configuraron, entonces, al calor de estas dinámicas y dispositivos? Una vez más, ¿cuál es la naturaleza del régimen político al que dio luz la Revolución Cubana?
Aunque es cierto que todas las páginas del libro llevan impresas la respuesta, (sintética y arrolladoramente, un “modelo de organización de lo social que en nombre de la libertad instaur[ó] una nueva forma de servidumbre” (p. 66)), el último capítulo se aboca a desandar con cuidado dicho interrogante. En efecto, en recurrente diálogo con las experiencias de los socialismos realmente existentes, la autora muestra cómo el miedo se transformó en Cuba en el principio de acción predominante, no mediante efectos paralizadores sino -y aquí radica la complejidad- acompañando cada cálculo, interpretación y conducta cotidiana con una fuerte pulsión a evitar el disenso. En un marco en el cual la Ley y el Poder se incorporaron a la Palabra del Líder, quizás de manera más personalista aún que en los casos de Rusia y China, el proyecto de igualación de conciencias devino en la igualación por el miedo, gran demócrata para el pensamiento hobbesiano, asemejando a todos los participantes de la trama (sí, incluido el núcleo dirigente). Y, agrega la autora, todo ello supuso la desarticulación de la virtud revolucionaria inicial, una despolitización radical y la desaparición del espacio público. El argumento final del capítulo desbarata toda expectativa de resplandor en tiempos de oscuridad: las prácticas de “la lucha” que los cubanos construyen a través de la “doble moral” (una dirigida a las exigencias públicas, otra a la supervivencia en el ámbito privado), lejos de constituir nuevos comienzos [3], de escapar al fantasma del cuerpo pleno, no hacen sino reproducir todo el entramado del régimen…
Como ya se sugirió entre líneas, muchos son los méritos que presenta el libro: desandar una forma social y no fascinarse con la maestría de ciertas voluntades políticas; pensar en el modo de estructuración de un régimen y no en su degeneración o corrupción, para remitirnos a las categorías clásicas; utilizar la filosofía política para reflexionar sobre problemas empíricos y no para encasillar a estos últimos según las exigencias de la primera. Pero también contribuye a romper el encantamiento –entiéndase bien, la existencia del discurso único, el silenciamiento de la pugna hermenéutica- respecto de las revoluciones en general. En efecto, conforme avanza la lectura, difícil es sustraerse a la reflexión sobre las lógicas de institución y sostenimiento que éstas han desarrollado en la modernidad: cómo se genera poder, qué vínculos se establecen con quienes rechazan el proyecto revolucionario, cuáles los principios de acción, qué tipo de libertad e igualdad prometen. El trabajo de Claudia Hilb instala dichas cuestiones y, sin pretender su clausura, promueve su discusión, contribuyendo a situar la indeterminación como vector de la acción y el juicio.
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